jueves, 6 de septiembre de 2012

Pensamientos bajo tierra

Huyo de los estereotipos. Los que me conocen saben que no me gusta generalizar ni encasillar a la gente, pero seamos realistas, están ahí y todos caemos en ellos.
En esta nueva etapa de mi vida, en la que me desplazo al trabajo en metro, me encanta observar a los compañeros de madrugones. 
Estamos todos haciendo lo mismo, trasladándonos adormilados desde casa hasta el trabajo, probablemente pensando en cosas similares (no nos engañemos, ninguno es tan especial como para pensar en cosas que otros no pensaron antes... Al menos tiene que haber uno o dos en mi vagón que van pensando en lo mismo que yo... Por el poco espacio que queda libre yo diría que hay muchas posibilidades de que esto ocurra...). Bueno, que me desvío, la cosa es que vamos todos haciendo lo mismo y teniendo vidas más o menos parecidas (si estuviéramos forrados no iríamos en metro, o no trabajaríamos, sin duda no madrugaríamos...) y si estuviésemos bien jodidos o sin curro, no estaríamos en la hora punta montados en un vagón.

Total, a lo que voy... que con vidas más o menos parecidas, qué diferentes somos en apariencia, oye.
No todos percibirán esas diferencias desde fuera. Los orientales que no nos traten con frecuencia nos verán a todos iguales (gran estereotipo: los chinos son todos iguales. mal...), los indios que no acostumbren a ver un vagón repleto de blancos nos verán a todos iguales (estereotipo: los indios son todos iguales, no los distingo. mal...). Pero mirándonos entre nosotros, madre mía cómo somos diferentes...

Pues eso, estereotipando, que si algo me gusta es que los estereotipos me desconcierten! Y aquí viene mi gran aportación: es muy interesante dejarse sorprender por la lectura de la gente y ver cómo a algunos individuos no "les pegan" nada los libros que leen!!

Gran aportación a la sociología. Lo sé... (mi suegro, que es un prestigioso Doctor en la materia, no tendrá palabras para alabar tan grandiosa aportación a esta disciplina). 
Pues este es el tema, que me resulta maravilloso ver a esa señora con las sandalias medio rotas, las uñas mal pintadas, ese pantalón rojo de rayas que no pega nada con esa camiseta morada y azul, y ese moño mal hecho, con las mechas de hace cinco meses, leyendo (tachán...) La vida es sueño, de Calderón. 
¿Qué te parece?
Genial, ¿no?

Pero es que tengo otra sorpresa mejor de mi día. En el trayecto de vuelta (en este hay más ruido y menos espacio en el vagón) tenía sentado en frente a un joven con pintas de esas con las que mi abuela querría echar a correr, tatuajes por todos lados, uñas pintadas de negro (no eran fruto de trabajar con martillos), piercings everywhere, música en los auriculares a toda pastilla, pelo sucio o muy sucio, y, uf, un olor a perros que echaba para atrás. Pues rompiendo estereotipos, señores, en sus manos tenía........ Crimen y Castigo, de Dostoyevski.
Maravilloso.

Y alguien dirá rápidamente que en la literatura no hay estereotipos... Que no entiende de razas, colores, olores o vestimentas. Pues claro, seguro. Y ese alguien llevará razón y estas sorpresas solo son fruto de los preconceptos que todos tenemos y que tan poco me gustan...
Pero fíjate por dónde, gracias a los estereotipos yo me llevo sorpresas en el metro cada día. 

Me encanta ver que libros escritos hace siglos llegan a manos tan diversas, cómo historias del pasado son tan actuales... 

Esto me hace pensar dos cosas: la primera que sus autores son unos genios... y la segunda, que la reflexión inicial sobre que no pensamos/sentimos cosas nuevas es bastante lógica, aquello de no hay nada nuevo bajo el sol. Los escritos del pasado están cargados de sentimientos, reacciones e historias que hacen que nos sintamos identificados.

Conclusión, que hoy varios de mis compañeros de metro deben, como yo, ir pensando que prometen acostarse antes esta noche porque les ha costado horrores madrugar esta mañana y que, por fin, mañana es viernes...



sábado, 21 de enero de 2012

Cabria* al pasado


Cuando visito la Alhambra, imagino la historia de mis antepasados; cuando paseo por el museo del Prado leo la historia de mi país; cuando vengo a la Mina, revivo mi historia.

En una casa de Villanueva del río y minas dió a luz mi abuela. Todos cuentan que el día que mi madre nació, nevó por primera vez en el pueblo.

Cuando paseo por los jardines del Ayuntamiento de la Mina imagino a mi padre, siendo un niño, saliendo por esa puerta, pues antes era el colegio de los Maristas.

Crecer en la Mina no era fácil, y en la época de Franco debía de serlo aún menos. No faltan detalles que te pondrían la carne de gallina.

Pasear por sus calles significa imaginar a mi abuela y a mi tía abuela yendo al mercado. Ver la chimenea y la jaula en la que mi abuelo se encerraba para meterse bajo tierra significa imaginar su sensación de temor e incertidumbre.

Hoy me decía mi tío: “no puede haber un trabajo más duro que el de minero”, y quizás sea cierto.
Las explosiones en las gargantas del pueblo era frecuentes. Dice mi tía “cuando sonaba esa sirena, el pueblo temblaba”.

Crecer temiendo que la sirena sonara cuando tu padre está en la mina, deja huella. Mi padre no ha vuelto al pueblo desde que se fue. No es suficiente el orgullo de ser el primer hijo de minero que terminó la Universidad.

Mirando la jaula, Leo me decía: “Tu familia se esforzó mucho para que tú hoy vivas tan bien. Te lo mereces, pero no se nos puede olvidar”.

La abuela de Leo pasó 4 años encerrada, cuidando de 5 niños, temiendo que los alemanes invadieran su pueblo, perdido en el centro de Italia.

Mi abuela cumple 90 años dentro de tres meses. “Tu bisabuelo era panadero”, me cuenta, “por eso no pasamos hambre en la posguerra, imagina qué suerte la nuestra!”

Hoy entré en la iglesia del pueblo con mi madre. “Aquí se casaron tus abuelos, hija, y aquí hicimos todos la comunión”.
Imaginaba yo a mis tíos y a mis padres, de chicos, con ese único par de zapatos que tenían, sentados en los bancos de su iglesia, con las piernecitas colgando.
“Cuando nos quitábamos las sandalias, se nos quedaba la forma porque el resto del pie estaba negro” me decía mi madre. Y es que la mina de carbón no daba tregua...

La estación de tren está igual.

Siempre me encantaron esos libros que te venden en Roma, en Egipto, donde superponen una hoja con una imagen de “cómo sería” una construcción, y, cuando pasas la hoja, ves el “cómo está ahora”, medio destruido. Me encantan las documentales que reconstruyen civilizaciones. Viajar en el tiempo sería para mí maravilloso.

Así que cuando paseábamos por la estación, imaginaba a mi madre volviendo de sus largas temporadas en el internado, deseosa de llegar a casa con los suyos; o imaginaba a mi padre cogiendo el tren a Sevilla.

Cuando la mina cerró, el pueblo comenzó una nueva etapa. La época de la plaza llena, la escuela abarrotada y la Rivera con bañistas dejó paso al pueblo tranquilo y las casas vacías entre semana.
Los viernes por la tarde el pueblo despierta, y muchos de los que se fueron, vuelven a las casas de sus mayores.
Descansan, recuerdan y escriben el futuro del pueblo.

La casa de mi tía Lucía, la hermana de mi abuela, era pequeña, pero yo no la recuerdo tan chica. La recuerdo marrón, con su mesa camilla y todos alrededor, en la cocina. Recuerdo que mi tía Lucía era la persona de mi familia que más horas podía pasar cepillándome el pelo mientras me contaba historias del pueblo sin parar.

Hoy, esa casa es una obra de arte. Mis tíos y mis primos la han adaptado a sus necesidades y la han convertido en una casa cómoda, moderna y apacible, conservando el encanto de la casa que era.
Lo que antes era el postigo es hoy un espacio de paz, con césped, plantas aromáticas y una piscina. Rodeada de árboles, se escuchan pájaros mientras escribo.

El sol del sur es especial hasta en invierno. Reconforta en cualquier época.

Mis primos han creado su espacio para tocar música, guardar sus instrumentos, mi tía tiene su espacio para escribir y leer, mi tío tiene sus cactus y plantitas en su rincón.
Es una casa muy especial.
Para mí, esto es arte. Hacer de lo antiguo algo moderno, de lo viejo algo útil, de tus raíces, en definitiva, tu futuro.
Por eso me gusta venir a la Mina, porque es mi pasado y porque sin él no puedo tener futuro.

Estoy muy orgullosa de mi familia.
Son un ejemplo de sacrificio, de mejora, de capacidad de adaptación, y son, sobre todo, un ejemplo de generosidad.

Mi generación es muy afortunada gracias a la anterior.
Y yo me siento especialmente afortunada gracias a mi familia.

Que no se me olvide que tengo que traer algún día a mis hijos a la Mina.

* "Cabria" se llama a la estructura de hierro que sujeta la jaula que bajaba a los mineros a la mina para la extracción del carbón.